Por Francisco Schiavo|LA NACION.
Jorge Almirón pensó demasiado antes de dar sus motivos en un comienzo de año bastante conversado en Independiente. Hizo bien. El tema no era tan inofensivo -si vale el término- como un resultado deportivo o una estrategia que cambia en el entretiempo. Él tenía que referirse, ni más ni menos, que a una cuestión de convivencia, de respeto y de relaciones dentro de un grupo. De modos, formas y falta de comunicación entre un director técnico y sus dirigidos.
Almirón estuvo bien: hizo un mea culpa y reconoció que se equivocó en cómo se enteraron de que no serían tenidos en cuenta algunos jugadores. Ellos, hombres importantes para el club, fueron a la concentración de Pilar y esa misma noche debieron irse a sus casas por las recomendaciones de los colaboradores del entrenador y de los utileros.
Pero Almirón también estuvo mal: las explicaciones sobre el caso de Daniel Montenegro no fueron tan profundas ni encontraron demasiado sustento con las repreguntas. El entrenador cayó en una trampa cuando dijo que Rolfi ya no entraba en sus planes por una cuestión deportiva, porque no encajaba dentro del sistema que prefería para Independiente. Y, minutos después, aseguró que todavía no sabía cómo iba a jugar su equipo. No dijo la verdad. Al menos, no toda. Jamás mencionó la evidente cuestión de piel que los separa, más allá de los gustos futbolísticos.
Los dirigentes tienen su responsabilidad y, aunque sin proponérselo, exponen a Almirón. Hugo Moyano respalda la firmeza del técnico, pero, claro, sin referencias directas ni públicas a Rolfi. Es un tema sensible y puede traerle consecuencias.
Todo lo que pasa no es sano para Independiente. Aunque se dice calmo, el plantel está inquieto. Montenegro no se irá así nomás y entrenándose en Villa Dominico es una bomba de tiempo. Pueden detonarla algún gesto, alguna palabra de más, los resultados de verano o la gente misma.
"LA NACIÓN"

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